1-De
Alejandría al Anáhuac: el oxígeno y la memoria
Una
de las preguntas infructuosas que se nos pueden ocurrir en una tarde de ocio es
a cuántos grados arde un libro (y añadiríamos, centígrados o Fahrenheit). Vana
reflexión, a menos que uno sea un personaje bradburiano¹
encargado de alimentar las hogueras en las que se consumen los últimos restos
de la palabra escrita. Posiblemente también les habría resultado de interés
este dato al cura y al barbero que hicieron escrutinio en la librería de don
Quijote para castigar con fuego a los causantes de su locura (ya se sabe que
del poco dormir y el mucho leer la gente pierde el juicio).
Cierto es que este nimio conocimiento de
física resulta irrelevante cuando se trata de incendiar bibliotecas. La lumbre
quema, con saber esto es suficiente.
El caso emblemático en Occidente es aquella
épica catástrofe ocurrida entre el siglo III y el IV, en la que Alejandría
perdió su gloriosa biblioteca. Como efigie de esa sabiduría perdida nos queda la
figura de Hipatia, la última gran científica del mundo antiguo. Según algunos
historiadores, su brutal asesinato (en el año 415) a manos de un grupo de
monjes acaudillados por san Cirilo, marcó el principio del oscurantismo
medioeval y la destrucción de Alejandría como centro del saber.
En Oriente encontramos episodios
similares. En el siglo III a.C., el emperador Tsin shi Hwang-di mandó quemar
toda la literatura de China (para que los sabios desocupados no se instruyesen)
excepto los libros de medicina, agricultura y adivinación.
Pero yo no soy historiadora y ni siquiera
he estado en Egipto o en China, digo solamente lo que he leído y nada me
asegura que todos los libros que han llegado a mis manos no hayan estado
equivocados, o que sus páginas no sean el espejismo creado por algún encantador
de esos que hacen parecer fieros gigantes a los molinos de viento.
No necesitamos irnos lejos. También
tuvimos nuestro holocausto mesoamericano, innumerables códices o libros de
pinturas entregados a las llamas. Cientos de cantos desaparecidos para siempre.
Nombres y más nombres de cantores sepultados entre ríos de sangre y ceniza. Miguel
León-Portilla en su reconocido libro, Quince
poetas del mundo náhuatl², después de tomar diversas fuentes, desde los
libros pictoglíficos hasta los Romances
de los señores de la Nueva España, sólo tiene la certeza de la autenticidad
de los textos de quince autores (entre los cuales hay una mujer, Macuilxochitzin),
¡quince! para las cuatro grandes regiones donde floreció esta cultura.
Queda
asentado este extraño gusto de la humanidad por, periódicamente, querer borrar
el rastro del objeto más poderoso, singular y cargado de peligros que se ha
engendrado en la Tierra: la palabra; mejor aún, la palabra escrita; la que nos
parece ajena, desconocida o blasfema.
Dediquemos ahora un instante a pensar en la
literatura oral, aquella que se escribe en los oídos, que se transmite en el
pliego de la memoria de una generación a otra. Cuando una lengua desaparece,
cuando se queda sin hablantes, muere una biblioteca viviente. Acaso subsistirá
el argumento, la anécdota cruda, mas no estarán dos de los principales
componentes de este tipo de literatura: la musicalidad del lenguaje original y
su sentido místico. Los loables esfuerzos de lingüistas, antropólogos y otros
sesudos investigadores, en el mejor de los casos nos dejarán entrever vagos
destellos de lo que fue esa forma de expresión.
Vuelvo ahora a Bradbury. Fahrenheit 451 me parece, más que una novela
futurista, una novela sobre la historia de la humanidad. Aquellos hombres-libro
que huyen desesperados a esconderse en la negrura de los montes para salvar las
obras del olvido, son los poetas griegos tratando de guardar los rollos de
papiro de la gran biblioteca; son los sabios chinos ocultando en su pecho las
enseñanzas prohibidas; son los escribas del Anáhuac enterrando los códices de
amate en templos paganos; son todos los hombres y mujeres que han amado los
libros, que consideran que existen obras necesarias, las que no deben dejar de
ser leídas, al menos mientras exista oxígeno en el mundo, el mismo oxígeno que
hace a las personas respirar y a las llamas, arder.
2-La
ilusión del lenguaje; los disfraces de la luz
Los Genjutsu son una rama de las técnicas ninja
(Ninjutsu) para confundir la mente y
crear espejismos. A todos nos gustaría aprender a usarlos en la gente que nos
rodea. Como si pudiéramos definir qué es la realidad.
Nada de lo que observamos es,
completamente, lo que parece. La luz es la máxima Genjutsista del universo;
cada noche vemos resplandecer en el firmamento la corona de astros muertos
desde hace miles de años, mientras la oscuridad nos oculta enjambres de soles que
no han alcanzado a mostrar su rostro. En nuestra esfera cotidiana –donde lavamos
ropa, vamos por las tortillas y escribimos poemas–, las cosas no suelen ser
menos ilusorias. Ni la profundidad de las palabras, ni los colores de los
objetos, ni siquiera el paso del tiempo son iguales para todos.
Así, los seres humanos hemos creado
sistemas para rasgar la tela de la relatividad y “entendernos” unos a otros o,
al menos, crear la ilusión del entendimiento.
Nuestra lengua es el cincel, lo único que
puede salvarnos del aislamiento.
¿No es el lenguaje la creación más
poderosa y el más desesperado intento por expandir las posibilidades del ser? Dice Orlando White: “Sólo queremos
ser escritos / tener sustancia. / Pero al lenguaje le gusta disfrazarnos”. Y,
ya, en estos versos hay un grado de ilusión, porque yo los he dicho en español
cuando fueron escritos en inglés; pero el poeta es diné (navajo) y seguramente
pensó el poema en su lengua materna. Tenemos entonces en estas pocas líneas una
sucesión de traducciones (o sea, traiciones).
La poesía lleva al lenguaje hacia sus
expresiones más puras y, a la vez, más extremas. Es, en palabras de Paul Éluard,
“el derrumbe de la razón”. Sería pretensioso querer definirla, mas no puedo
separarla de la belleza. Si le diera un rostro sería el de Rimbaud. ¿Qué efigie
más representativa? “Yo es otro”, proclama el chamán. Conocemos la sentencia:
“El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos
los sentidos. Todas las formas de amor, de sufrimiento, de locura”.
Pero el romanticismo, dirán los escritores
de mi tiempo, ya está trascendido. Creer que la belleza es el motivo universal
para escribir resulta cursi, también me han dicho eso. Y de aquí, precisamente,
de olvidar la belleza de la sustancia surge la devoción a la “forma”.
Estamos en el tiempo de las formas.
Pareciera que en el terreno del sema ya se ha experimentado con todo.
Pasamos de los cantos épicos a los cantos místicos y ascéticos, y de allí a la
caída en el Yo; el poeta suelta la mano de Dios para tomar la mano del Diablo,
antihéroe exiliado, herido y rebelde. Hasta que el bardo se convierte él mismo
en un pequeño dios, para quien han sido
creadas todas las cosas bajo el sol. Luego continuará la exaltación a
través del viaje, en vez de los navíos, las combis; en lugar del hachís el LSD
y, finalmente, el internet.
Truman Capote compara al escritor con un
tahúr, por su pulsión de vivir al límite y jugárselo todo en una partida. Para
mí, el poeta se asemeja al genjutsista en su capacidad para abrir las puertas
de la mente; pero, en un proceso inverso, la poesía nos libera de las ilusiones
cotidianas, mostrándonos ese mundo que subyace a la conciencia.
3. De robots, versos y acotaciones
Recuerdo
un ensayo de Isaac Asimov que leí en mi adolescencia, donde se cuestionaba si
las máquinas, aptas para desempeñar a la perfección cualquier tarea, nos
igualarían o tal vez superarían en el terreno del Arte. ¿No podría un robot
interpretar sinfonías, pintar cuadros o escribir cuentos con precisión
matemática y, por lo tanto, mejor acabados de lo que los haría una persona? Asimov
concluía que en este rubro jamás sustituiríamos al elemento humano, por una
sencilla razón: lo que hace verdaderamente a una obra de arte es el toque de
imperfección. Esa imperceptible variación del sonido, esa sutil asimetría de
las formas, ese acomodo irregular de las palabras es lo que vuelve única a una
pieza estética y cautiva nuestros sentidos. Los artistas, entonces, no tenemos
que competir contra las máquinas, pero sí podemos valernos de ellas durante el
proceso creativo.
¿Acaso la exploración y el juego que
permite la computadora hace a los autores contemporáneos llevar una “ventaja”
sobre quienes no tuvieron a su alcance más que una máquina de escribir mecánica
o papel y pluma? Todo parece indicar que el uso de las herramientas
tecnológicas actuales acabará con los libros impresos y con el hábito de
escribir a mano.
Pensemos en la transición entre la
literatura oral y la escritura. Esta nueva forma de tecnología que permitía
conservar las palabras de manera independiente de los hablantes debió de causar
desconcierto, fascinación e, incluso, horror. ¿Qué clase de corrupción de la
lengua era esta que volvía innecesaria la memorización?, ¿y si con el tiempo
los hombres lo olvidaban todo?
En sus orígenes la literatura era una
experiencia comunitaria en la que intervenían los cinco sentidos. La sensorialidad y el gregarismo poco a poco darían paso a una lectura solitaria en la que,
básicamente, el único sentido que interviene es la vista.
Pero, así como el cinematógrafo no hizo
desaparecer al teatro y los instrumentos musicales electrónicos no sustituyeron
a los acústicos, la literatura oral no ha dejado de existir. Cinco mil quinientos
años después de inventada la escritura, en una época en la que cada año se
genera tanta información como para abastecer todas las bibliotecas del mundo, la
literatura oral sobrevive, principalmente en países como México donde el
sincretismo de culturas hace lindar las costumbres precolombinas con la posmodernidad.
Obviamente el artista se vale de los
medios materiales y de la cultura de su época para crear –sería absurdo
aferrarse a escribir con pluma de ganso pudiendo hacerlo en computadora; los
elementos de la época, como la narcocultura, inciden en nuestro vocabulario–, pero
el principal recurso para la creación es y seguirá siendo el talento. El verdadero corazón de la obra palpitará en ese
destello del espíritu –permítaseme
usar esta palabra tan menospreciada en nuestros días– que no se adquiere –si
bien puede afinarse– en ninguna escuela.
Observo tres aspectos de cómo
la tecnología puede influir en nuestro manejo de la escritura: la inmediatez de
la publicación –inherente a la fugacidad–, la brevedad del texto –como en la Twitteratura– y la divulgación entre
lectores diversos. Destaco el accidente,
elemento de encuentro en el ciberespacio.
Los textos se vuelven territorio volátil.
Caminamos por la delgada línea entre el plagio y la apropiación. Las fronteras
entre distintos géneros literarios se hacen flexibles y permeables como en la
novela de Alberto Chimal, El viajero del
tiempo, compuesta por microrrelatos que vieron la luz directamente en el
Twitter y hasta después en papel. O el poemario Ha estado usted alguna vez en el mar del norte, de Cristina Rivera
Garza, conformada por entradas de blog y cuya distribución en las páginas del
libro recuerda, precisamente, el ambiente de la web.
La escritura contemporánea permite, en
muchas maneras, hacer partícipes a los lectores del acto mismo de la creación
(el caso más evidente está en el Twitter), por tanto se adelgazan, también, las
fronteras entre escritor y lector.
Recodemos el impacto que tuvo el 20 de
mayo de 2010, en la Feria del Libro de León, la creación del hashtag
#cuentuitos, a raíz de la mesa de cuentuiteros organizada por Rivera Garza.
Durante horas, el 0.02% de la producción de tuits
en el mundo estuvo participando en la fiesta escritural –consideremos el
porcentaje en relación a 50 millones de tuits al día.
No sólo los diversos géneros literarios,
sino las diferentes artes tienden a mezclarse, llegando a esa
interdisciplinariedad de la que hablaba Piaget. Incluso, vemos traslaparse
disciplinas y conocimientos antes completamente separados. Así, por ejemplo, la
jerga científica, los elementos técnicos de la edición, el habla cotidiana y
prácticamente cualquier cosa, se convierten en recursos para hacer el cuerpo
del poema.
La poesía, hoy, es dúctil y maleable como
el estaño.
4-El futuro de la poesía
Un
amigo poeta con nombre de héroe troyano, Héctor (Herrera), me ha dicho que
existen los poetas de escritorio
(véase, académicos) y los poetas de la
calle (o sea, más autodidactas que doctos), que los primeros publican en
grandes revistas aunque los segundos son los que suelen escribir obra “más
contestataria o revolucionaria”. Esto da lugar a una lucha estética, algo así
como rudos contra técnicos.
Sin lugar a dudas, nunca ha sido indispensable
ser Licenciados en Letras para ser poetas, aunque es innegable que todos, de
una u otra manera, hemos llegado a algún tipo de taller, ya sea formal, con
colegas, en grupo, en asesorías privadas y, por supuesto, el taller personal
que nos suscitan nuestras propias lecturas. Nadie nace a partir de su propio
ombligo (aunque muchos actúan como si así fuera). La escritura,
tradicionalmente, ha sido un oficio solitario (cosa que, como apunté
anteriormente, está cambiando en estos días), pero siempre ha necesitado de la
retroalimentación. Y claro, la obra no estará completa mientras no se haya
encontrado con el ojo lector.
Tener un libro equivale, socialmente, a
una especie de bautizo profesional como escritor. Hasta ahora, a pesar de la
facilidad para realizar publicaciones electrónicas, el libro impreso mantiene
cierto halo de magnificencia.
Las
herramientas de comunicación como la red Internet y la telefonía celular
adquieren un carácter de Omnipresencia (en nuestros tiempos cualquiera tiene el
don de la ubicuidad). Sin embargo, el consumo prevalece sobre la creatividad y
el intercambio mercantil es más frecuente que el intercambio de conocimientos.
Esto me recuerda un artículo de Augusto
Monterroso, donde cuenta que su afición por la lectura “se vino contaminando
con el hábito de comprar libros. Hábito que en muchos casos termina
confundiéndose tristemente con el primero”. Como si una persona se volviera más
culta entre más libros tiene en su casa. Razonamiento aplicable a ciertos
vicios de nuestra época, como si uno se volviera mejor poeta mientras en más
páginas de internet esté su nombre, o más creativo, entre más links de poesía conozca.
Algunos escritores
me han dado su punto de vista respecto a la influencia de las herramientas
tecnológicas actuales en su escritura creativa. Hay quienes, como Arturo Castillo
Alva, de Tampico, Tamaulipas (1946), y Edgar Valencia, de Xalapa, Veracruz
(1975), no observan ningún efecto significativo.
¿Es la manera de
dejarse influir por la tecnología una cuestión generacional?
Veámoslo desde el punto de vista biológico. A
quienes nacimos a fines de los setenta o a principios de los ochenta, nos tocó
aprender primordialmente de los libros (de ahí, nuestro mayor desarrollo del
hemisferio izquierdo del cerebro, encargado del lenguaje), cuando éramos niños,
y ver el arribo del Internet, su rápida colocación en nuestras vidas (medio
principalmente visual y que requiere mayor desarrollo del hemisferio cerebral
derecho). Como crecimos en medio de la transición tecnológica tendemos a
equilibrar un tanto más que otras generaciones las herramientas de ambos
mundos.
Pero, la
verdad, no me gustan las etiquetas, eso de los baby boomers, la generación X o Y, porque, si bien nos dan un
referente de época suelen ser incluyentes en sus descripciones, y en un país
como México, donde tantas realidades convergen, antes de etiquetar tendríamos
que ver el entorno cultural y el estrato socioeconómico de la persona.
Aquí
subrayo una de las características de la Sociedad de la Información: la
Desigualdad. Las bondades de la tecnología no están al mismo nivel para todos.
Dado el contexto multicultural de nuestro país, y la forma en que nuestra
historia ha avanzado (no de manera consecutiva, sino en etapas superpuestas a
guisa de cebolla) no podemos determinar lo que identifica a cierto grupo de
personas tomando en cuenta solamente su edad, sino el estrato sociocultural y
la región geográfica. Ni siquiera es válido hablar de una sola “identidad” considerando
la raza o la lengua. Por ejemplo, los teenek del norte de Veracruz ven –y se
sienten– diferentes a los teenek de la región de Aquismón, S.L.P. ¿Cómo han de
sentirse en relación a los grupos mestizos o blancos, o los alja´ib,
la gente de “más allá del agua”, los que no son mexicanos, los que son
extraños?
La generalidad de los
escritores a quienes he preguntado sobre la influencia de la tecnología en su obra,
desde jovencitos de bachillerato interesados en escribir poesía, hasta autores
de consolidada trayectoria, afirma que el principal efecto ha sido sobre su
lectura y la facilidad para obtener información más que para modificar su
proceso creativo.
En mi caso sí
he encontrado un efecto tangible. Escribir directamente en el papel me hace
soltar la música de las palabras, su flujo continuo de fonemas y significados
de una manera primitiva. En la pantalla de la computadora mi poema adquiere un aspecto gráfico, se vuelve
pintura, mapa, fotografía. Sin embargo, este aspecto lúdico no me parece el más
trascendente de lo que escribo. Aunque, vale decir, la inmediatez de la
publicación me ha hecho fluir en los textos de una manera más, ¿irracional?,
fragmentada.
Apenas con
estas someras reflexiones, ¿podríamos aventurar una suposición de lo que
ocurrirá con la poesía en el futuro? Edgar Valencia apunta:
“Creo
que seguirá existiendo, y los poemas también, aunque no proporcionalmente”.
Reneé Acosta, de
Chihuahua, Chihuahua, dice: “Creo que el futuro de la literatura, como en el
pasado, yace en la labor interior del escritor. Mucha gente puede conocer tu
obra por internet, pero ¿cuántos pueden apreciarla? Mucha de la apreciación
artística de la poesía sigue dirigiéndose en base a tendencias literarias de
elites culturales, que también coinciden con elites políticas y tendencias del
poder”.
Alixia Mexa, de Ciudad Jiménez, Chihuahua:
“la poesía de ayer, es la de hoy, es la de mañana; las mismas palabras con
diferente creatividad”.
Antonio Constantino, de
Torreón, Coahuila: “A un escritor verdadero lo único que le importa es la
poesía en sí […] El futuro de la poesía está en donde siempre, sobre los
escritorios y partituras de los poetas, en ningún otro lugar”.
Epílogo
Augurarle
un sitio a la poesía en el mañana es, en sí, certificar que existe ese espacio
pleno de posibilidades resueltas llamado futuro. Creer que uno puede habitar
ese futuro es pensar en la permanencia del Yo, pero la Historia nos ha hecho saber que
la voluntad nunca se ha puesto de acuerdo con el azar.
Nuestra Patria parece ser el presente mismo, construyéndose a nuestro paso, desde lo más íntimo. Pero, ¿qué es el “presente”, cuánto dura, por qué nos movemos a través del tiempo? Tal vez tenía razón aquel sabio árabe cuyo nombre, por cierto, se extravió entre los archivos de mi memoria, cuando decía que el movimiento es una ilusión, una continua sucesión de instantes estáticos. En cualquier caso, todos los tiempos posibles y toda la memoria convergen aquí.
Nuestra Patria parece ser el presente mismo, construyéndose a nuestro paso, desde lo más íntimo. Pero, ¿qué es el “presente”, cuánto dura, por qué nos movemos a través del tiempo? Tal vez tenía razón aquel sabio árabe cuyo nombre, por cierto, se extravió entre los archivos de mi memoria, cuando decía que el movimiento es una ilusión, una continua sucesión de instantes estáticos. En cualquier caso, todos los tiempos posibles y toda la memoria convergen aquí.
Notas
1. Referencia a Ray Bradbury.
2. En la edición de 1967, se tituló Trece poetas del mundo azteca. En 1993, el autor lo modificó añadiendo a Xayacámach de Tizatlan, enTlaxcala, y Aquiauhtzin de Ayapanco, en las inmediaciones de Amecameca. El título actual señala mejor que todos los poetas antologados, además de hablar una misma lengua, participaban en idéntica cultura.
Bibliografía
Anath
Ariel de Vidas, Huastecos a pesar de todo,
Breve historia del origen de las
comunidades teenek (huastecas) de Tantoyuca, norte de Veracruz. México, Centro
de Estudios Mexicanos y Centroamericanos / Programa de Desarrollo Cultural de
la Huasteca, 2009.
Alberto Chimal, El viajero del tiempo. Monterrey,
N.L., Posdata Editores, 2011 (Col. Hormiga Iracunda).
Miguel León-Portilla.
Quince poetas del mundo náhuatl. México,
Diana, 1994.
Cristina
Rivera Garza, Los textos del yo.
México, Fondo de Cultura Económica, 2006 (Col. Letras Mexicanas).
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