Favor de no podar la hierba (de los días)

Texto leído durante la presentación del libro Hierba de los días, de Zaira Eliette Espinosa. Tampico, Tamaulipas, febrero 17 de 2012.


1. En las entrañas herbolarias
Zaira Eliette Espinosa, poeta nacida en las faldas del cerro de la silla, trashumante de los días y las palabras, ha puesto hoy en mis manos este libro. Me abro paso entre sus páginas como una jardinera, cuidadosa de no herir la hierba ni de agitar las letras que asoman, suaves carámbanos de luz, por la orilla de los anocheceres.
     Me parece una propuesta un tanto híbrida que hilvana la poesía contemporánea, balanceada en limpios trazos (y diría, buena dosis de obsesión perfeccionista) entre los tejidos antiguos del mito: la Luna, la noche, el viento, el jaguar.
     Es aquí, en el cuerpo (lo interior), donde comienza todo. La poeta se transfigura en tierra para decir que en ella hay una casa de luciérnagas; sus senos son bodegas en las que habita la penumbra y sus ojos, alimento de los grillos.
     El tiempo, esta sucesión de instantes que permite la realización de la memoria, se manifiesta en el libro como fertilidad. Y más aún, deja que la imagen poética se expanda afuera de su cauce, libre de la dictadura de las horas y los minutos, para ser naturaleza pura (palabra orgánica).
     Zaira, fértil en el símbolo, alumbra ramajes de poemas. Y a cada hijo borda elegantes ropajes de vocablos, sin descuidar a ninguno. El verso es ligero y contundente. A menudo breve; muy a veces, de largo alcance, siempre equilibrado. La mínima palabra ha sido sopesada antes de ocupar su sitio.  
     Este poemario existe en la noche (adentro de ella). Es un vientre (digo) que refugia y dirige a la consciencia hacia la dimensión atemporal del sueño: la sencillez del origen: la lluvia, los árboles y (como la renovación va ligada al descenso) el agua ávida por devorarlo todo.
2. Hierba de luna
La mujer que escribió este libro es consciente de su fertilidad (y del silencio que antecede a la fecundación). Ella es la Tierra que alberga las frutas, el canto de las aves, las piedras preciosas y el fuego. Al leerla uno se confronta con el recuerdo subyacente de lo divino, lo místico, lo mágico.
     La Luna aparece en primer plano (anuncio de los ciclos fértiles de las hembras). La página inicial abre con una afirmación tajante: “En mi vientre / cabe un enjambre de noches”. Y alude enseguida al jaguar, tótem y evocación (irremediable) de nuestros antiguos guerreros mesoamericanos.
     ¿No es acaso la Luna el astro más cantado por los poetas? Desde Homero hasta Lorca. Desde que fuese compañera de Artemis en sus cacerías nocturnas, mientras levantaba las mareas que extraviarían la nave de Odiseo por el vinoso Ponto, hasta el libro de poemas que canta: “Blanca tortuga / luna dormida / ¡qué lentamente / caminas!”
     En todos los poetas, me atrevo a decir, algo hay de ese encantamiento hacia el rayo lunar que roba la razón, relámpago Bécqueriano hecho mujer de pelo translúcido.
     La Luna, imagen de la fertilidad y del misterio, recupera verso a verso su significado arquetípico: madre, diosa, devoradora del Sol, reina de las sombras, compañera de cazadores y amantes. La ligereza del viento y el sosiego de la hierba (de los días) llevan al lector hacia un mundo de sensaciones casi olvidado en el cotidiano vivir de la jungla urbana.
     Se evidencia en los versos un tono surreal (se presiente la permanencia del sueño). La imagen del árbol aparece, antropomorfizada, como celebración de la vida. Nostalgia (sin embargo) del Paraíso, esa hermandad con la naturaleza, propia de los primeros hombres, arrebatada en el océano de los siglos.
     “Me soñé convertida en árbol –dice Zaira–, / con hojas densas / flora mágica / y la textura guardaluz de su tronco”. Traigo a mi memoria ciertos versos de la poeta tamaulipeca Isaura Calderón: “Al reino vegetal / me trasladas, / –no sé por qué ni cómo en árbol me conviertes– / y uno tras otro el cáliz apuro hasta las heces”.
     Ahora, la posmodernidad nos brinda su hachís electrónico, sus huertos inmediatos y fugaces (la eternidad de los instantes). Aquí también crecen árboles como libros.
3. Hierba de silencio
La melancolía marca el rumbo de la segunda estancia del poemario. El ritmo de sus versos me remite a un baile de sombras. Pero, qué puedo decir sobre estas líneas que, al final, producen silencio (y nada más que silencio). Lo que Zaira nos deja en la noche, una y otra vez, repetida espiral de premoniciones: “La noche / y el amor / en irreparable fuga de días / volcánica soledad / gritos de auxilio ya se petrifican en raíces / encarnadas a cenizas”.

1 comentario:

  1. HI Nice blog.. After three years i back to you.. Caz i just saw your comment on my blog...:) Here http://www.blogger.com/comment.g?blogID=5119861663783737125&postID=4806886474726982837

    ResponderEliminar