Las tortugas

para Iris (sin razón aparente)
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Ellas nacen viejas. Su mirada es antigua y soñadora. Hay especies terrestres, marinas y de agua dulce. Todas aman el sol. Caminan despacio y les es difícil volver la mirada; casi nunca retroceden y sin embargo no creen en el futuro. Permanecen quietas durante horas como si el tiempo se quedara pegado a sus caparazones.

Su carne –blanda, silenciosa, acostumbrada a los cardos y las algas– huele a piedra, a barro caliente, a soledad absoluta.

Son vulnerables ante los cazadores, pero muy difíciles de matar. Cuando ocultan la cabeza no es para evitar la bayoneta, sino para contemplar su muerte desde adentro –nadie les arrebata el destello de la última luz; nadie.

Su naturaleza es pacífica, buscan a sus semejantes por el simple gusto de respirar cerca de ellos. No gimen ni huyen al saberse atacadas; esperan pacientes a que el enemigo se fatigue de su propio horror.

A veces –sólo a veces– despliegan entre sus fauces una mordida letal.

Siempre están de viaje. Llevan consigo su casa a todas partes y no guardan más que lo absolutamente necesario: una talega con agua y un manojo de recuerdos.

Cierto día de otoño, cuando han andado mucho y sus huesos porosos y tristes comienzan a quebrarse, amanecen convertidas en roca, un mineral durísimo, tornasol, pesado como los meteoros y limpio como el cristal. Nada puede alcanzar la nervadura roja de su corazón, ni el viento ni la lluvia ni los cascos de los caballos. Ni el peso de los tractores ni el veneno de las mantis. Ni la picadura del alacrán ni el cascabel de la serpiente.

Entonces, en esa quietud perfecta y majestuosa, se quedan soñando eternamente aquellos días vetustos en que sus abuelas reinaban sobre la Tierra.

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