Texto leído en La Claraboya, como parte de la presentación del segundo número de la revista Anábasis. Tampico, Tamaulipas, 2007.
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Todas las noches una tropa de orugas blancas recorría su pabellón auricular abriéndose camino hacia el cerebro; en dos o tres minutos la caterva de gusanos había instalado un campamento sobre la materia gris y el cuerpo calloso. Ríos de plasma fluorescente manaban de entre los lóbulos parietales, al ritmo de un monótono flash flash flash, y escurrían hasta la médula espinal devorando en su trayecto la más ínfima huella de razón.
Para hacer espacio a tan singulares eventos, el cráneo se expandía dándole forma de globo a la cabeza: tanto se inflaba que la punta de un alfiler habría causado al instante un gran estallido.
Cada bicho fabricaba una palabra. Letra por letra iba formando con los ganchitos de sus patas una bien pulida e, un par de emes cuidadosamente labradas, un magnífico ramo de haches, erres, jotas, infinitas combinaciones de símbolos.
Pronto el vocablo era un capullo. La diligente larva se dormía y unas horas después, ya transmutada, se iba volando de aquel recinto. Tras de sí quedaba una cáscara de signos incomprensibles.
Cuando el último insecto había escapado a través del túnel auditivo, la niña con intenso dolor abría los ojos, palpaba sus sienes reblandecidas y se echaba a llorar. Durante el día los residuos léxicos irían escurriéndose por su boca hasta dejarle las neuronas totalmente deshabitadas.
En el silencio nocturno, al amparo del sueño, una nueva horda de pegajosos visitantes comenzaría el delicado trabajo de urdir caracteres.
Ella jamás conocería el motivo de su constante cefalea y de las hendeduras en la piel de su rostro; nunca sabría por qué siempre soñaba extraños lepidópteros brotando de las páginas de un libro, con alas etéreas, ojos de brasa y una larguísima trompa que succionaba los nombres de la realidad.
Todas las noches una tropa de orugas blancas recorría su pabellón auricular abriéndose camino hacia el cerebro; en dos o tres minutos la caterva de gusanos había instalado un campamento sobre la materia gris y el cuerpo calloso. Ríos de plasma fluorescente manaban de entre los lóbulos parietales, al ritmo de un monótono flash flash flash, y escurrían hasta la médula espinal devorando en su trayecto la más ínfima huella de razón.
Para hacer espacio a tan singulares eventos, el cráneo se expandía dándole forma de globo a la cabeza: tanto se inflaba que la punta de un alfiler habría causado al instante un gran estallido.
Cada bicho fabricaba una palabra. Letra por letra iba formando con los ganchitos de sus patas una bien pulida e, un par de emes cuidadosamente labradas, un magnífico ramo de haches, erres, jotas, infinitas combinaciones de símbolos.
Pronto el vocablo era un capullo. La diligente larva se dormía y unas horas después, ya transmutada, se iba volando de aquel recinto. Tras de sí quedaba una cáscara de signos incomprensibles.
Cuando el último insecto había escapado a través del túnel auditivo, la niña con intenso dolor abría los ojos, palpaba sus sienes reblandecidas y se echaba a llorar. Durante el día los residuos léxicos irían escurriéndose por su boca hasta dejarle las neuronas totalmente deshabitadas.
En el silencio nocturno, al amparo del sueño, una nueva horda de pegajosos visitantes comenzaría el delicado trabajo de urdir caracteres.
Ella jamás conocería el motivo de su constante cefalea y de las hendeduras en la piel de su rostro; nunca sabría por qué siempre soñaba extraños lepidópteros brotando de las páginas de un libro, con alas etéreas, ojos de brasa y una larguísima trompa que succionaba los nombres de la realidad.
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