Apuntes para una novela histórica. Ejercicio realizado durante el taller “Ficción histórica desde abajo”, impartido por Cristina Rivera Garza. Cd. Victoria, Tamaulipas, 2009.
Capítulo cero
Capítulo cero
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Observo el rostro de una mujer. Lo observo desde la ventana del tiempo. ¿El año? Mil novecientos cincuenta, o mil novecientos cincuenta y cinco, o mil novecientos nunca. Da igual. En realidad este rostro contiene todo el siglo veinte, o, más bien, el rumor del siglo veinte derrumbándose como un sueño. Los edificios de la memoria llenos de grietas, manchas, roturas.
La amplia falda sin color; los pliegues recogidos del suéter; el rebozo encaramado a los hombros como un animal; la trenza que se adivina, oculta, sobre la espalda, en el ángulo exacto de la soledad. Todo aquí, aislado por una lente. Artemia debe tener sesenta, sesenta y cinco años. ¿Quién se encuentra junto a ti, abuela? ¿En quién recargas el peso de tus días?
La fotografía está recortada minuciosamente. Una tijera ha deshecho la cercanía entre dos cuerpos. La pieza faltante del extraño rompecabezas encierra el sentido mismo de la luz. La simetría del amor.
Quiero pensar en Artemia desde la inocencia, como quien ve una laguna en el crepúsculo, como quien bebe agua fresca de un pozo. Pero aquí están las voces, puntuales, asediándome igual que siempre, untadas a mi piel como un veneno. Artemia se asoma desde un balcón lejano, un óleo monocromático que otros pintaron en mi cabeza. Primero conociste madre, luego esposa. Primero has de honrarme a mí porque yo te parí. ¡El lenguaje!, ¡el maldito lenguaje!
Quiero pensar en Artemia desde el olvido, desde la llanura solitaria de la mente. Moldear su carne, sus cicatrices, la sombra de sus párpados como si la inventara en este instante y nada existiera más allá de su contorno, del cauce negro de sus ojos, la desembocadura de sus miradas.
Quiero decir la palabra Artemia sin que se me claven agujas debajo de la lengua. Sin que las letras se conviertan en cuchillos. Me voy a matar, vas a ver, me voy a matar. Tú tendrás la culpa, tú y esa desgraciadísima con la que te casaste. ¿Por qué al verte aquí, abuela, esas exclamaciones parecen imposibles? ¿No huyen acaso de tu boca los ruidos, los verbos, los significados?
Los murmullos y el clamor de una vida se hacen polvo en tus mejillas. Ni un solo gemido queda en pie, ni un solo grito, ni un resabio de tu voz. Estás hecha de silencio, de aquello que falta. Eres el vacío junto a tu propia silueta, espejo cercenado entre mis dedos, nomenclatura del amor, tolvanera de un retrato roto. Astilla o fantasma de mis hijas, las que duermen en mi vientre, las que poblarán la tierra seca donde alguna vez brotaste, Artemia, visión que retorna cada noche a morderme las entrañas.
La amplia falda sin color; los pliegues recogidos del suéter; el rebozo encaramado a los hombros como un animal; la trenza que se adivina, oculta, sobre la espalda, en el ángulo exacto de la soledad. Todo aquí, aislado por una lente. Artemia debe tener sesenta, sesenta y cinco años. ¿Quién se encuentra junto a ti, abuela? ¿En quién recargas el peso de tus días?
La fotografía está recortada minuciosamente. Una tijera ha deshecho la cercanía entre dos cuerpos. La pieza faltante del extraño rompecabezas encierra el sentido mismo de la luz. La simetría del amor.
Quiero pensar en Artemia desde la inocencia, como quien ve una laguna en el crepúsculo, como quien bebe agua fresca de un pozo. Pero aquí están las voces, puntuales, asediándome igual que siempre, untadas a mi piel como un veneno. Artemia se asoma desde un balcón lejano, un óleo monocromático que otros pintaron en mi cabeza. Primero conociste madre, luego esposa. Primero has de honrarme a mí porque yo te parí. ¡El lenguaje!, ¡el maldito lenguaje!
Quiero pensar en Artemia desde el olvido, desde la llanura solitaria de la mente. Moldear su carne, sus cicatrices, la sombra de sus párpados como si la inventara en este instante y nada existiera más allá de su contorno, del cauce negro de sus ojos, la desembocadura de sus miradas.
Quiero decir la palabra Artemia sin que se me claven agujas debajo de la lengua. Sin que las letras se conviertan en cuchillos. Me voy a matar, vas a ver, me voy a matar. Tú tendrás la culpa, tú y esa desgraciadísima con la que te casaste. ¿Por qué al verte aquí, abuela, esas exclamaciones parecen imposibles? ¿No huyen acaso de tu boca los ruidos, los verbos, los significados?
Los murmullos y el clamor de una vida se hacen polvo en tus mejillas. Ni un solo gemido queda en pie, ni un solo grito, ni un resabio de tu voz. Estás hecha de silencio, de aquello que falta. Eres el vacío junto a tu propia silueta, espejo cercenado entre mis dedos, nomenclatura del amor, tolvanera de un retrato roto. Astilla o fantasma de mis hijas, las que duermen en mi vientre, las que poblarán la tierra seca donde alguna vez brotaste, Artemia, visión que retorna cada noche a morderme las entrañas.
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