a manera de ready-made o donde las miradas convergen

Texto leído durante la presentación de la antología Letras en el Estuario, compilada por Ramiro Rodríguez. Tampico, Tamaulipas. 26 de noviembre de 2009.
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I.
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El mar segregado del mundo, colocado en una vitrina para que lo contemplen los peces. La desembocadura lista para llenarse de palabras. Sube la marea desde los reinos absolutos de Posidón.

El objeto vacío.

Toda literatura es un ensayo del Silencio. Un caudal por donde la tinta penetra al encenderse las luces del Poema.

Aestuarium. Animación de los vocablos. Abertura de los signos. Lo que se derrama. Ciclo intermitente. Que jamás.

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II.
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El libro es, ahora, un lugar de paso. Una peña o un acantilado. El libro es un cuerpo lleno de cicatrices. Cada hombre ha traído su propio escalpelo. Rasga la hoja.

“Seríamos el silencio” dirá una página de arcilla arenosa.

Voy a dejar el libro, vertical, sobre la mesa como si fuese una rueda de bicicleta.

Algo se aproxima desde la memoria de otro. De otros. No el galápago de grecas doradas. No la lluvia.

Un reflejo. Un golpe.

El Libro.

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III.
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Carlos Acosta arponea El Libro con sentencias de animales cíclicos. Voy a su espiral de luz cayéndome de los balcones del tiempo a otros balcones cubiertos de clavos y vidrio. Pero no mientras leo su poema, mientras lo recuerdo a él leyendo su poema. Mientras el poema crece igual que una espiga en mis ojos. “Vamos y volvemos al origen de lo eterno”. Dice. Y una pintura se abre donde el cuerpo tiene olor a almendras: Alejandro Rosales dibuja en un lienzo de caricias los hombros de seda de la amada, la luz gris del invierno que se entrelaza con cadencias de río. Es un hombre que vive entre montañas y sueña con la mar. Su alma es de agua densa, coronada por un beso de sirenas: aquellas que tentaron a Odiseo, con cabeza de ave, y también las mujeres-pez cuyo torso desnudo humedece los otoños.

Entre gemidos de cañaveral, Antonio Quintero lame los límites gozosos de ese páramo tristísimo que es la vida. Voy de su Estío al Paraíso. Hay insectos horadando mi piel. Su piel (nuestra). Todo en sus letras parece cantar y quejarse y volver al vientre de la noche.

Raquel Rodríguez amanece en las Bahías: arrullo de ola / salado vaivén / Pleno Sol / sobre / la / espuma. Hace invocaciones desde mi balcón. El verso ligero y sibilante en los arenales.
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Celeste Alba no hurga en las calles de la ciudad ni en los bosques de ala espesa ni en la bóveda de soles, no. Escarba su propia carne para tomar en sus manos una estrella.
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“Seríamos el polvo del parto de la tierra” dirá la mujer hecha de greda y salitre.
La mujer libro. La mujer Ardalani.

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IV.
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El Libro es, también, espacio para las legiones. ¿Qué las unifica o separa? “Hay veces que el decir nos bifurca” dirá Lidia Díaz frente a su espejo (o el mío). Un dulzor de mezquite marchito. ¿Qué es lo que no saben los pájaros?, ¿lo que se anuncia y nadie atisba?

En todo caso, hay el deseo de transfigurar.

¿Qué son los nombres desprendidos de su reflejo?

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V.
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Pero
jamás con la cabeza en un horno de cocina. Ni frente a una bala que cruza un campo de trigo con cuervos. Ni en el fondo de las aguas, con piedras en los bolsillos.

A palos, golpeada, en un día sin recuerdos. Sacudida por una corriente alterna.

“Todas las muertes son una lluvia” exclama el cantor. ¿De veras, Federico, hay muertes discretas?

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VI.
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Lo que unifica las voces de El Libro es la sed. El cauce por donde habrán de hacerse paso los buscadores de tesoros. Dieciséis nombres.

Ramiro Rodríguez convoca a la (re)creación de la Palabra en el Estuario. ¿La cosmogonía? El buceador ha despejado el afluente de páginas para que cada quien ice su velamen. Él mismo se ha embarcado hacia la Isla (toda literatura es un laberinto). ¿Llegará?

Aquí, hay lances ficticios. Una secuencia narrativa se hilvana desde la ironía. Lo cotidiano persigue la epopeya. El diálogo interior.

No la certidumbre, sino nuevas búsquedas, han de hacer girar El Libro sobre su eje. Seamos, entonces, lectores.

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