publicado en Saloma. Letras entre ríos. Vol. V. Septiembre de 2007
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El útero se abre, caemos al mundo, somos alimentados por la realidad que, como un manso jumento o un potro desbocado, nos hace retornar al polvo. Nuestro diario vivir es una cadena de muertes y nos aferramos a otros que están muriendo igual que nosotros para erigir el gigantesco espejismo de la civilización.
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Cada uno de nuestros duelos reverbera todos los exilios de la Naturaleza: la bestia original emergida del océano; la diminuta célula desgajada del seno terrestre; el primer soplo nacido del silencio, en el incomprensible reino del Vacío y la Nada.
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¿Cómo, sabiéndose mortal, sobrevive la frágil psique humana sin fracturarse, sin ser devorada por la angustia? Dos constantes en nuestra historia son la añoranza de un misterioso Edén y la creencia en una vida, bella o lamentable, posterior al sepulcro: el barco celestial del Sol lleva por el firmamento a los faraones egipcios; los guerreros nahuas caídos en batalla moran en el oriente; las sombras de los dioscuros deambulan por el encantador Olimpo y el penumbroso Hades, para siempre.
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Las religiones nos han proveído durante milenios de sofisticadas armas contra los efectos del solipsismo y de la pulsión de muerte: la sola posibilidad de enfrentarnos al mayor de los destierros, la disolución de lo que somos, resulta inaceptable. ¿No es preferible asumir un tormento infinito en los infiernos antes que nuestra aniquilación?
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“Hay algo en el ser humano –dice Paul Berman– que ansía la unidad del pensamiento y la sociedad, algo que quiere alcanzar una fuerza sobrehumana, algo que anhela un dios.” ¿Qué sucede cuando la mano todopoderosa va cediendo lentamente su dominio al angustioso grito individual y son los hijos de Adán quienes expulsan del huerto psíquico al Creador?
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Los poetas, ojos avizores del fatum, nos advierten sobre los desarraigos interiores. La primera voz que se levanta en el terreno de la soledad huérfana –anticipación de la ideología moderna– es la de Juana Inés, en su dolorosísima travesía Primero Sueño. A diferencia de sus antecesores y coetáneos, ella viaja sin maestro ni faro en la inmensidad del Cosmos y descubre que el alma –en palabras de Paz– está sola, no frente a Dios sino ante un espacio sin nombre y sin límite. Esta desolación resulta titánica en la esfera novohispana: pensar al margen de la divinidad es inaceptable. En los siglos XVIII y XIX el soterrado aullido encuentra eco entre los románticos y los simbolistas, quienes en su búsqueda espiritual descienden al Averno y enarbolan como bandera de identidad la efigie de Satán, el Primer Rebelde, el Gran Exiliado. El Diablo es el símbolo eminente de la caída hacia el centro del Yo, lejos de la Luz, tenebrosa región adonde Mallarmé descubre un Abismo blanco parado furioso. En este descenso hay una necesidad de aprehender todas las experiencias posibles y, como dínamo de percepciones, decir al igual que Rimbaud: Yo es otro.
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En tanto Nietzsche afila el intelecto para asesinar a Dios, Camus recorre los pueblos del absurdo, desposeído de una imagen suprema: “La muerte aparece como la única realidad. Después de ella ya no hay nada que hacer […..] No hay mañana. Ésta es en adelante la razón de mi libertad profunda.” El futuro carece de significado y, por consiguiente, el ayer tampoco tiene valor alguno. ¿Es el sinsentido el remedio al dolor que nos provoca ser desterrados?
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Dentro de la maquinaria posmoderna hemos reemplazado el Jardín de las Delicias con paraísos electrónicos. El erotismo y la belleza, expatriados de la piel, naufragan en los aparadores del supermercado; el Amor y el Odio se obsequian al prójimo en modalidades light. ¿Para qué ir al encuentro del espíritu cuando hay placeres instantáneos en la comodidad de nuestro hogar?
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Hoy que los rostros se uniforman en la telaraña tecnológica y basta pulsar una tecla para unir los extremos de la Tierra, estamos más solos que nunca. Dioses y demonios han abandonado su trono, y son, bajo el frío andamio de las máscaras, oscuros testigos de nuestro aislamiento.
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En el íntimo abrazo del espejo los sentimientos de finitud y de separatidad nos hacen añorar los ritos tribales donde el Ego se desintegra en un corazón megalítico. ¿Podemos resistirnos a la memoria colectiva que segundo a segundo recrea el sosegado huevo en que tiempo y espacio no tenían lugar? ¿No deseamos, en lo profundo de nuestra conciencia, regresar al vientre del Universo, a la totalidad de la noche cósmica?
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