leyendo Tiempo sin orillas, por Eduardo Uribe

Texto leído durante la presentación del libro Tiempo sin orillas. Tampico, Tamaulipas. Septiembre de 2009.
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En los poemas de Marisol Vera hay un ímpetu por situar las cosas en el tiempo. Curiosamente, sus poemas refieren un tiempo que quiere escapar de la visión lineal y de los límites con que se expresa tradicionalmente, sobre todo cuando se incluye dentro de un esquema que tiene principio y fin. El título, Tiempo sin orillas, parece dejárnoslo claro. Se trata, por lo tanto, de un tiempo que se distingue de la historia, que se construye aparte, en su propio relato. La estrategia más simple para encontrar ese tiempo sin orillas en los poemas de Marisol sería identificarlo con la eternidad. Sin embargo, desde mi punto de vista, esto sería un reduccionismo. Mi propuesta es que este tiempo sin orillas es, más bien, una subjetivación extrema del tiempo, o dicho en otras palabras una “apropiación” del tiempo. Una forma de situarse frente a lo vivido, de reunir lo presente con el pasado y poder afirmar, mediante el lenguaje poético, esta historia es mía.

A menos que haya una continuidad clara o anunciada en un libro de poemas, es difícil distinguir si el acomodo de los textos corresponde a un orden específico, o si se trata de una disposición más o menos arbitraria —del autor o del editor. En el caso de Marisol Vera se trata de una continuidad. Escondida o apenas sugerida, pero continuidad a final de cuentas, que permite que este relato se cuente desde su propio tiempo. A manera de prólogo, el libro comienza con una invocación, tres frases con variaciones que introducen el tono de una letanía. De inmediato, la invocación establece una imagen en que se recrea lo mirado y la mirada. Y lo mirado es una ausencia, la abuela Eusebia, a quien el poema le da voz, risa, vivencias. Se trata, por lo tanto, de una recuperación, de una evocación de cuerpo entero, que adquiere presencia con el lenguaje. En esta presencia, recobrada no sin nostalgia, se confunden lo maternal, lo divino, lo ancestral. Una fusión que replantea el símbolo de la madre tierra. Lo cual no quiere decir que el trabajo de Marisol Vera se limite a un juego con los arquetipos, o con formas simbólicas, cuyos valores parecen evidentes dentro de la cultura. Hay algo más. Lo maternal, lo divino, lo ancestral establecen una noción de origen, un comienzo, un venir de. Quizá es en esta aclaración de principios donde radica la mayor fuerza evocativa de Marisol, ya que al traer a cuenta lo pasado lo sitúa como el origen propio. De allí que la presencia de la abuela se confunda con la madre, otra figura materna, y que a partir de ellas se dé la configuración de un mundo vivido, el mundo de la poeta. Así, este tiempo sin orillas es también el fluir de la memoria, es una recopilación de voces familiares, una forma de poner en claro la relación entre el lenguaje y los afectos. Me gusta y me interesa pensar en la poesía como un trabajo con el lenguaje, y no sólo con la lengua, como algunos la entienden, ya que si reducimos la poesía a la lengua abrimos la puerta a que pase como poética toda alteración de la sintaxis, los juegos verbales, los arcaísmos, etc... Me interesa más un trabajo con el lenguaje que rebasa las categorías de la lengua, y sobre todo cuando la relación entre el lenguaje y los afectos dan lugar a un poema y con ello a una nueva forma de vida. Me parece que esto se hace visible en un texto como “Memorial de inocencia”:

Florece mi tallo, de mi vena encendida,
la voz de mis abuelos.
Invento la mano, el vientre, la sonrisa.
Música de nombres.
El faldellín de cerros pulsa una mirada antigua.
Papatla, metate y maíz, viven aquí.
Zapotes tiernos como mujeres asoleadas,
caminos olorosos a esperanza y sudor.


Es verdad que prima la descripción, la apertura a lo narrativo y con ello a la enumeración y la adjetivación para establecer las imágenes. Pero también es cierto que hay una invención afectiva de la mirada que va al reencuentro con un pasado.

Aunque en “Flor y canto para Eusebia” hay versos en que se establece una oposición entre cultura y naturaleza, y con ello una revitalización del mito de la inocencia, son mayores los momentos en que, mediante el lenguaje, se pone en juego una relación íntima con la naturaleza. Muchos, y cálidos, son los poemas en que incluso podría decirse que la naturaleza “habla”, como en “El arroyo azul”. Aquí hay una identificación entre naturaleza y vida, de tal manera que el paisaje se vive a través del poema. En particular el paisaje vivido, con un valor pasado que hace del poema una evocación confrontada con el presente.

Es curioso que después de esta sucesión de presencias maternas haya una figura paterna. La imagen está revestida de fantasmas, y su presencia, como con la de abuela, se manifiesta a partir de un juego de miradas. De miradas y cicatrices. Es en este momento, que por decirlo de una manera, se completan los comienzos. Una génesis personal.

Celebración o búsqueda del origen, la distinción en este Tiempo sin orillas se vuelve difícil, de la misma manera en que se dificulta reconocer la distinción entre la conciliación y la nostalgia de los comienzos. Queda la duda del pasado, lo vivido resulta ajeno, y así, un intento por traerlo a cuenta, recordarlo, es por fuerza una “Invención de los recuerdos”. Una identificación a medias consigo misma, que acaba en fingimiento de la existencia. Al mismo tiempo, esta búsqueda o celebración del origen se vuelve una afirmación radical del yo, un yo plural hecho con los seres en torno, con el mundo. Como cuando Marisol afirma en “Estigmas”:

Soy la anciana gorda y solitaria que dio a mi madre
un plato de sopa hace cuarenta años,
soy también esa sopa
y el cordero que hirvió dentro del cazo,
y la mina donde nació el cobre de ese cazo,
y el minero ciego que se reventó los pulmones en la tiniebla.

Se necesita recorrer o, mejor inventar, todo este tiempo sin orillas, para llegar a este poder de afirmación del poema, de la vida.
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